Por más que lo intente, siempre llegaré al mismo lugar, atrapado en esa misma respuesta que me hace esperar más, como un eco distante en el laberinto de mis pensamientos. Han pasado tantas cosas en tan poco tiempo, y he tomado nota de cada susurro del viento que me recuerda lo efímero. Al escuchar su nombre y ver su fotografía, ya no siento esos sentimientos del principio, ni esa vibración que me hacía perderme en su inmensidad. Ahora, solo queda la sombra de la decepción.
No sé qué estaba haciendo, suplicando a un sordo, mostrando mi corazón a un ciego, buscando en sus ojos respuestas que nunca llegaron. No hay nada seguro ni prometedor del otro lado, solo la incertidumbre que me abraza como un viejo amigo. Me quedé para ver hasta el último pilar desmoronarse, y, por mi propia cuenta, supe que no hay nada, que ya no queda nada, y que no se puede hacer nada. No quiero perder mi tiempo ni mis energías en algo que ya murió; solo se escuchan sus lamentos, ecos de un amor que ya no vive, pero la decisión la tengo yo.
Lo veo y solo recuerdo la ansiedad y el sufrimiento que me causó querer estar para él, un amor que se convirtió en espinas en lugar de flores. El amor jamás debería doler ni hacerte sufrir; debería ser un refugio, un abrigo cálido en las noches frías. Por eso, quiero pedirle al 2024 que sepulte todo esto en el pasado, que cierre este capítulo a unos días del final, como un libro que se apaga en su última página.
Sé que no perdí mi tiempo; aprendí grandes cosas que sé que me servirán para el futuro.
En cada lágrima, en cada suspiro, hay una lección.
“Decido no quedarme”.
Porque hay un mundo que espera, lleno de promesas y nuevas historias por contar.