Esto sucedió en agosto, un mes que, aunque cargado de tristeza, se tornó en un festín de emociones, en una de esas primeras noches en que decidí escapar a la cancha, buscando consuelo en el voleibol, en la risa y en el cautivo.
Sentí cómo mi cuerpo se paralizaba, cómo mis ojos se dilataban ante la presencia de un chico nuevo, un misterio que despertaba en mí una curiosidad voraz. No sabía nada de él, pero anhelaba conocerlo, descubrir su historia.
Esa noche todo fluyó como un río sereno, pero dentro de mí, la inquietud crecía, como una llama que consume lentamente. No hallaba la forma de preguntar por él, de indagar sin que se dieran cuenta de que mi interés era tan profundo como el océano.
Me fui a dormir con su imagen grabada en mi mente, la seguridad que emanaba de él, el eco de su risa resonando en mis pensamientos.
Así comenzaron mis indagaciones. Hice preguntas inocentes, como quien lanza un ancla al mar, buscando su nombre, su edad, de dónde venía y, sobre todo, si había alguna posibilidad de que su corazón latiera al unísono con el mío.
Días después, verlo jugar al voleibol se volvió un ritual, un espectáculo que me mantenía cautivo. La forma en que se quitaba la camisa, el deseo ardiente de acariciar sus abdominales y pectorales bien marcados, se convirtieron en mis fantasías secretas.
Sin embargo, una voz en mi interior susurraba que, a pesar de mis anhelos, su corazón no estaba destinado a mí. Esa realidad, aunque dolorosa, no lograba ahogar mi entusiasmo por asistir cada noche, por disfrutar de su presencia.
Todo cambió una noche, cuando mi vecino, en un arrebato de confianza, me reveló que el chico de los pectorales había escrito una carta, no a mí, sino a él, cargada de intenciones amorosas. Mi corazón se fracturó y, al mismo tiempo, una extraña alegría me invadió.
Esa noche, la tormenta de preguntas no cesó: ¿por qué él y no yo? ¿Acaso soy invisible? ¿Acaso no soy lo suficientemente atractivo? ¿Soy un amor que nunca será correspondido?
Al menos sabía que era gay o bi, y eso le daba un atisbo de esperanza, pero no deseaba nada conmigo.
Me convertí en espectador del coqueteo entre el chico de los pectorales y mi vecino, en un juego que se tornó doloroso. El horror me llevó a escribir una carta, pero no era para mí, sino para ayudar a mi vecino a expresar sus sentimientos.
Decidí alejarme unos días; la confusión y la tristeza inundaban mi ser. Cuando regresé, el chico de los pectorales ya no estaba. Solo quedaba un compañero del voleibol, quien, con un brillo en los ojos, mencionó que “serían la parejita perfecta”.
Todo se desvaneció. Mis sentimientos reprimidos nunca encontraron salida, y la carta que había escrito no era mía, sino del vecino hacia él. Yo solo era el cómplice en esta historia enredada.
Las vacaciones llegaron a su fin, y al irme a la universidad, aunque recibí un mensaje suyo por Facebook, solo sentí la traición en el aire.
Hoy agradezco no haberme quedado atrapado en la esperanza de un amor que nunca fue. La vida tiene su propio ritmo, y todo llega a su debido tiempo.
“Soy la promesa de Dios, en la vida de alguien”.